Prologo

De seguro, varios lectores se preguntarán qué hace una persona dedicada a las cuestiones relacionadas con las artes visuales prologando un libro donde se revisa la vida fecunda de una creadora multifacética, esencialmente vinculada a la danza contemporánea y una de las más indiscutidas contribuyentes en los inicios de dicha disciplina. Esa persona, o sea el prologuista, también se lo pregunta, obteniendo un manojo de posibles respuestas. La primera, la más simple, es la que impone un largo y profundo vínculo afectivo. Puede que haya mucho de ello, pero el afecto impone un desempeño emprendido sin convicción y, lo que es peor, sin entusiasmo. No es para nada el caso. La segunda, también demasiado simple, tendría que ver con que la persona en cuestión es un irredimible gustador de la danza en general y de la danza contemporánea en particular.
Ya se dijo: en Uruguay, fuera de Uruguay, Teresa Trujillo ha sido una muy creativa y talentosa protagonista dentro de la disciplina aludida. Quien escribe aprendió a sorprenderse, deslumbrarse, fascinarse con su arte, aun antes de conocerla y establecer un muy largo lazo afectivo con ella.
Ese lazo afectivo ha sido transitado —sobre todo por circunstancias físicas— a la manera de dos ondas arrítmicamente onduladas, con frecuentes y periódicos puntos de contacto. Y, como consecuencia de esos puntos de convergencia, algunas experiencias compartidas.
Por cierto, el sentimiento de empatía comienza mucho antes del conocimiento personal, en tiempos —década del sesenta— en que este prologador peregrinaba asiduamente al mítico Instituto Di Telia de Buenos Aires, rarísima avis que pudo prosperar, casi como un milagro, en los duros tiempos del onganiato, bajo la dirección del formidable Jorge Romero Brest, casi desde su apertura hasta su previsible cierre. En él aprendí a ver imágenes artísticas diferentes a las que sacralizaba, merecidamente o no, la intocable y dorada década del sesenta uruguaya. Ni mejores ni peores, con un grado de audacia, una compulsión renovadora que dio sus fracasos y sus tonteras pero supo parir hallazgos memorables. En él formé mis parámetros gustadores, en buena medida porfiadamente inconvencionales, en enorme medida, con criterios abiertos hacia lo diferente, lo imprevisible, hacia una sanísima locura. Allí descubrí el pop y la nueva figuración que llegaba desde Estados Unidos y Europa, pero me aluciné con las vertientes que manejaban creadores argentinos: Alberto Greco, Marta Minujín, Jorge de la Vega, Luis Felipe Noé, Rómulo Macció, y un larguísimo etcétera. En teatro, puestas memorables de Jorge Petraglia, Roberto Villanueva, o de Mario Trejo. En danza, Ana Kamien, Marilú Marini, Susana Zimmermann, o Iris Scaccheri. Encontrar en la muy pacata Montevideo experiencias que dejaban respirar aires similares provocó en quien escribe un gratificante asombro. El espectáculo presentado en el ahora desaparecido Teatro Odeón hacia 1966 acercaba esos aires.
No era de extrañar que se percibiese una enorme influencia de lo visual, cosa que en este país por aquellos tiempos parecía importar —y aún hoy parece— de manera harto relativa. No debía de ser un hecho casual. Teresa Trujillo había trabajado en happenings con el franco-chileno Alejandro Jodorowsky, había concretado singulares conjugaciones con la pintora Myriam BatYosef. Había alquilado el atelier del inmenso Antonio Berni. Un piso más arriba vivía Julio Le Pare, otro genial artista argentino.
En el mismo año se conjuntan los esfuerzos de Teresa Trujillo, del artista Federico Vilés y del músico Conrado Silva, para presentar el happening Liquidación de una platea. Gran escándalo en la capital provinciana. Varias vestiduras rasgadas en nombre de la moral y las buenas costumbres. Entre las rasgaduras uno de los primeros ejemplos de implicancias penales. Teresa Trujillo narra las peripecias en el libro, por lo tanto no vale la pena llover sobre mojado. Sólo queda el sabor amargo de una larga cadena de censuras que muy pronto serían costumbre nacional, antes, durante, aun después de la dictadura. Claro está, una censura pírrica, puesto que se prohibía la realización de un happening que ya se había realizado.
Los happenings, las performances, extrañas mezclas de teatro, danza y artes visuales son, en esencia, sucesos únicos, irrepetibles, concebidos para ser realizados una sola vez. A pesar de todos los pesares, nadie le quita a esa experiencia su transgresión rigurosa, visceral, tan lejos de tanto escandalito seudotransgresor que han venido padeciendo contemporaneidades varias. Instauraba la capacidad de confrontar al ser humano con sus abismos, haciéndolo desde un delirante absurdo.
Poco tiempo después, el prologuista se integra al elenco del Teatro Circular y, al concurrir a clases de danza -jazz que Teresa Trujillo impartía en un estudio sobre el viejo y querido El Vasquito, frente al Solís, comien­za una relación de curvas ondulantes, sinusoides, con reiterados puntos de contacto.
Uno de los puntos de contacto más intensos, más poderosos, fue la creación de un grupo de teatro callejero de marcada y fortísima tendencia política: el Teatro de la Banda Oriental.
Eran tiempos de angustias y compromiso, de dolores y desvalimientos. Brotaban las convicciones tan necesarias como un tanto ilusorias. La revolución estaba a la vuelta de la esquina y era cuestión de minutos. A la sombra del Che, de Raúl Sendic, de un Artigas apasionadamente revolucionario, con el «Banda» —así le decíamos—, recorrimos actos políticos, fábricas ocupadas, sindicatos, facultades, por todo el Uruguay. Descubrimos un público distinto que nos exigía ser distintos, para crear un teatro casi visceral y despojarnos de todos los artificios teatrales. Teresa Trujillo y quien escribe comenzaban a compartir sus apuestas al riesgo. ¿Al riesgo político? Quizás. ¿Al riesgo de un teatro sin que exigiera actitudes creadoras diferentes? Sin duda. La ilusión no duró mucho. El pachecato se consolidaba, la dictadura sería una consecuencia inevitable. El «Banda» se disgregó. Muchos marcharon al exilio, otros fueron a la cárcel, algunos zafamos como pudimos peleando por sobrevivir. Y otros perdieron la pelea.
Se acercaba la apertura democrática y muchos abandonan el exilio. Teresa Trujillo es una de esos muchos. Nos juntamos con el querido Alberto «Beto» Paredes, con Isabel Legarra y entre los cuatro pergeñamos Vueltayvuelta. Fue en 1984 y, otra vez, en el Teatro Circular. Esa vez me tocó asumir lo relativo a la visualidad, a una muy ecléctica escenografía, a un despojado vestuario. Diálogo de retornos, de vueltas y vueltas, a veces vividos como encuentros, otras como desencuentros. Era teatro y no lo era. Era danza y no. Se acercaba a la performance y, al mismo tiempo, escapaba de ella.
Una vez más, nuevo contacto, apostar a la ruptura de disciplinas rígidas, abolir etiquetas limitativas. Una vez más, apostar a lo incierto contra las fatigas de las viejas certezas. Un año después, nuevo contacto. En el teatro de la Alianza Francesa, Teresa Trujillo y Cristina Martínez presentan Cuerpo a cuerpo. Y nuevamente, dos cuerpos que en tres momentos juegan a danzar o aceptan ser sólo herramientas expresivas. Danza que no es danza y es, sin paradojas, profundamente danza. La lectura de un cuerpo en el reflejo de otro cuerpo. Al igual que en Vueltayvuelta, integré el equipo opinando sobre todo, pero, esencialmente, trabajando en lo relativo a la visualidad.
Hacia fines del mismo año, se produce otro punto de contacto, cuando Teresa Trujillo me convoca para que le pinte un corazón en el pecho desnudo de su personaje en Esperando a Godot, en una vigorosa versión emprendida por Luis Cerminara. Todos los personajes que en la obra de Samuel Beckett eran desempeñados por varones ahora se convertían en personajes femeninos. Lucky, el perro, se hizo hembra y se llamó Laky. Fue perturbador, conmovedor, ver en el largo monólogo a una mujer que interceptaba las áreas del teatro y de la danza, ver en el centro de su pecho, sobre su seno, ese corazón que era símbolo de su desamparo, de su cascoteada ternura, estremeciéndose con los movimientos del cuerpo, con el abierto y alucinado repertorio de la voz.
Nuevo intervalo, hasta que en el 2006 se produce un nuevo contacto. Zona Diseño me llama para realizar una experiencia atípica. Se me ocurre realizar una experiencia entre performática y de danza. Convoco a Teresa Trujillo para que coordine la parte coreográfica de lo que terminará siendo una danza performance o una performance cercana a la danza. Se concreta la intervención urbana Danza y diseño, espectáculo callejero donde doce trajes creados por artistas visuales o por diseñadores son utilizados por doce bailarines.
Otra razón posible —si no la más importante, casi la segunda en im­portancia— por la que se prologa este libro: porque es un raro rescate de la memoria en su constante pelea contra el olvido. Eso, en un país que perpetra implacablemente el descuido de la desmemoria, es impulso más que suficiente. Pero la causa determinante para que me haya atado en este enredo (del cual no quiero desatarme y gracias una vez más, Darno), tiene que ver con una frase que Teresa Trujillo define como una postura de vida, como una actitud ante el salto sin red del ejercicio creador. Dice: «Crear es también huir de las “fronteras”, salir de las rutinas, de las repeticiones, no tener miedo a los estados de gracia, a los estados perceptivos, a las diferen­cias, a estar abierto sobre todo a las equivocaciones, a pensar y repensar». Es decir, apostar al riesgo. Creo que por aquí puede encontrarse la respuesta más exacta, más fundacional, más gozosamente pertinente. El punto de contacto determinante en esas dos curvas sinusoides antes mencionadas. La vida y la creación de Teresa Trujillo han sido una permanente apuesta al riesgo, un constante huir de las fronteras y una apasionada confrontación con las fatigas, con las complacencias. Mi ubicación como contemplador o como hacedor de cosas —se trate de una imagen, de una puesta en escena, de una performance o de un espectáculo de danza— ha sido una instantánea solidaridad con todo aquello que apuesta al riesgo, que transgrede correc­ciones, cajoncitos ordenados y prolijidades. Por sobre todas las cosas, estoy absolutamente convencido de que esta es la razón por la que escribo un prólogo aparentemente presumido como ajeno: darme cuenta de que no es nada ajeno, que ese punto donde se encuentran las inflexiones de las curvas tiene que ver con dos individuos que a lo largo de sus complejas y no siem­pre maravillosas vidas han apostado al riesgo, al inmenso disfrute de ir más allá de lo seguro, de lo fiable, de lo permitido.
Alfredo Torres

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